Volví a casa
con una mezcla de satisfacción, por el primer objetivo conseguido, de
agradecimiento, por la acogida recibida y de inquietud, por el reto que suponía
mantener la atención de mis interlocutores. En cierta forma lo de Sherezade me
había impactado más de lo que Benavides pudiera pensar. Así que pasé la primera
parte de la noche revisando y ordenando los temas pendientes, para elegir el
primero a exponer: tenía el convencimiento de que si acertaba en su elección,
nuestro diálogo se podría mantener y que, incluso, me admitirían, más adelante,
algún posible fallo.
Cuando por
fin creí haber encontrado el tema, el cansancio acumulado por la tensión del
día anterior hizo mella en mí, y dormí a pierna suelta hasta bien entrada la
mañana.
Hechas mis
abluciones reglamentarias y engullido con prisas el desayuno, como siempre de
pié, como si estuviera en la barra de un bar, emprendí camino hacia la Carrera
de San Jerónimo, sin que en esta ocasión interfirieran en mí ni el tráfico, ni
los viandantes, ya fueran nacionales o guiris, muy abundantes en esas horas que
preceden a su tempranísimo almuerzo –eso que llamamos “hora europea”, como si
los españolitos perdiéramos nuestra condición europea por comer a las tres de
la tarde-.
En cuanto me
asomé a la cuesta, y aun sin conocer cuál era la extensión de la “wifi de los
leones”, me puse en contacto con ellos.
- Buenos días, Benavides, dije
según pasaba por delante-
- Buenos días -contestó
secamente, sin volver la cabeza- (¡qué tontería!)
- Buenos
días, Malospelos, aquí estoy dispuesto a empezar.
- Buenos días, te esperábamos ansiosos. Nos
has tenido toda la noche sin dormir –dijo con una sorna que se me antojó
impropia de un animal tan majestuoso. Tal vez, pensé, el personaje se ha ido
adueñando de él y lo que le quede de león esté muy en el fondo de su cabeza y
corazón. En cualquier caso era un alivio comprobar que me iba a poder entender,
al menos, con él. – A ver, venga, empieza por donde quieras.
- Pues, aunque me consta que todos los
temas que os pienso contar están muy interrelacionados, que son como cerezas,
que tiras de una y sale un racimo, hay que empezar por algo concreto y para
ello he elegido algo que me parece crucial y que podría identificar como la
falta de respeto entre los políticos y los ciudadanos.
- ¡Bravo comienzo! ¡Me place! -dijo
Benavides-.
- El enunciado está bien, pero dependerá de
lo que haya dentro, -dijo Malospelos-, supongo que será por la corrupción, los
sueldos intocables de los parlamentarios, sus prebendas y todo eso.
- ¡No, no! Entiendo que algunas de esas
peplas tienen más que ver con el código civil que con otra cosa. No, yo me
refiero a lo que entiendo debe ser una relación recta entre los ciudadanos y lo
que se llama pomposamente sus “representantes”, ya sea en el Parlamento
nacional, en los autonómicos o en los ayuntamientos; me refiero a la falta de
respeto político.
Es evidente que lo del respeto es una calle
de doble dirección, pero echando la vista atrás, y me refiero a las primeras
elecciones del 77, a los Pactos de La Moncloa, en las que el pueblo le dio un elevado
margen de confianza y respeto a aquellos políticos, al margen de la opción
personal de cada uno. Se respetaba al rival. Por ello, no tengo más remedio que
pensar que quienes primero fallaron, quienes faltaron al respeto inicialmente
fueron ellos, los políticos.
Empezaron por faltarse el respeto entre
ellos –aquello de “tahúr del Mississippi”, ha pasado a al negra historia de
nuestra política-, y luego lo extendieron a la ciudadanía, sobre todo por el
incumplimiento de las promesas electorales.
- ¡Ya te veo venir! –dijo, Malospelos-,
ahora le vas a echar la culpa a nuestro “viejo profesor”.
- No, yo no creo que él sea el culpable:
cuando dijo aquello de que los programas están para incumplirlos lo
único que hizo, además de un ejercicio de cinismo muy propio de él, fue
informar a la sociedad de lo que estaban y están haciendo los partidos: tomarse
a beneficio de inventario lo que nos dicen y prometen. La gran novedad de los
tiempos actuales es que se han acortado los plazos del incumplimiento: ahora,
entre la promesa y su incumplimiento pueden no mediar más que unas pocas horas.
Pienso que lo que hizo Tierno fue
traducirnos el incomprensible, absurdo y contradictorio Artículo 67.2 de la
Constitución...
- Los
miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo
–medió Benavides, con el soniquete del repelente niño Vicente, dando la lección
en clase.
- Sí, ese. Creo que es el origen de buena
parte de los males parlamentarios y de la falta de respeto que antes os
comentaba. ¿Cómo es posible que un diputado o un senador, que ha accedido a su
escaño dentro de una lista cerrada, pueda no estar obligado a cumplir lo que
diga el partido? ¿Cómo puede considerar que el escaño es “suyo” y llevárselo al
Grupo Mixto o practicar el transfuguismo? Si un diputado tiene problemas para
seguir las instrucciones del partido, lo único que debe hacer es entregar su
acta...y que corra la lista.
Otra cosa sería que nos sometieran
listas abiertas o que, al menos, pudiéramos “borrar” de las listas cerradas a
quienes creyésemos oportuno...pero si las listas son cerradas, ¡quien determina
lo que se debe hacer y votar, no es otro que el partido, de acuerdo con el
programa!
- Entonces, ¿tu qué prefieres: listas
abiertas o cerradas? –inquirió, Malospelos-
- No es sencilla la elección –contesté-,
veréis: yo sería partidario de las listas abiertas para la elección de los
concejales. En este caso, cada candidato puede y debe ofrecernos su visión
sobre los problemas cercanos del distrito en el que vivimos y me gustaría
conocer sus antecedentes y sensibilidad, ya fuera como integrante de un partido
o como independiente. Sin embargo, para la Comunidad Autónoma o para el
Parlamento Nacional, prefiero que un grupo de políticos elaboren un programa
detallado y me lo “vendan”, junto a su ofrecimiento de llevarlo a cabo tan
puntual y exactamente como les sea posible. Es decir, que en lo más cercano sea
el individuo el que establezca el compromiso y que, en el resto, sea el grupo.
¿No os parece?
- Bueno...-masculló, más que dijo,
Malospelos-, pero esto, aparte de
complicarnos algo la vida, deja sin resolver eso del incumplimiento que
tanto te preocupa.
- Si, ya se que todo es complejo y que no
existe una fórmula mágica para resolver problemas que están enraizados en el
sistema y en la sociedad –dije-... pero es que en mayo del 68 yo tenía 26 años
y se me quedó aquello de: se realista, pide lo imposible.
Pero veréis, no hay que irse tan lejos en
el tiempo, ni fuera de España para saber de qué estoy hablando. Estoy hablando
de las primeras elecciones – mis primeras elecciones, claro-, las del 77: ¿os
acordáis cómo nos tragábamos los mítines y los programas de los distintos
candidatos? ¿recordáis cómo se debatía
todo? No eran sólo los mítines de la UCD, del PSOE o del PC, sino también los
de Ruiz Jiménez y su Democracia Cristiana, los de Tierno y su PSP o aquellos
otros tan curiosos como los de Maysounave, y su Partido Proverista –“un partido
por la Agrupación Electoral Independiente del Campo y la Ciudad (AEICYU)
En aquel momento – sin duda, histórico-
cada partido o grupo se esforzó en averiguar qué podría querer ese ciudadano
que no tenía comprometido el voto de antemano, esa mayoría, que es capaz de
cambiar su voto y decidir los resultados. Perdonad si os cuento una anécdota:
Fraga había hecho una presentación del programa de AP en un ámbito empresarial;
en el coloquio posterior, uno de los presentes, experto en propiedad industrial,
le hizo una larga “pregunta-respuesta” sobre el tema, terminando con aquello
de: ¿qué va a hacer Vd., cuando tenga que legislar sobre esto?, a lo que Fraga
contestó sin ambages: Realmente no tengo mucha información al respecto, pero
ya se lo que tengo que hacer: ¡le preguntaré a Vd., que parece sabérselo todo!
¿Qué fue pasando después, para que a los
partidos les importe un bledo lo que piensa y desea el ciudadano, más allá de
aprovechar cualquier hecho coyuntural que permita que el gobierno en funciones
pierda las elecciones? A propósito, estaréis de acuerdo conmigo en que, salvo
las dos primeras legislaturas, nunca un partido ha ganado las elecciones, lo
que ha ocurrido es que el partido que gobernaba ¡las ha perdido!
-Me temo que tienes razón –masculló, Benavides-...la
autodestrucción de UCD, con la huída de los varones, en los 80; la corrupción
generalizada del PSOE, a mediados de los 90; el pacto de las Azores, en el
2004; y Zapatero, no sólo "ha elegido" a Rajoy, sino que ha provocado una excisión en el PSOE, que ya veremos en qué acaba. Si,
en efecto, parece que exista una cierta contraselección: esto no es un
gana-pierde, sino un pierde-gana.
- Claro, esa es mi visión del tema
–continué-, el ciudadano que puede cambiar su voto, porque no lo tiene
condicionado históricamente, no lo cambia por la ilusión que le ha infundido el
programa de la oposición, sino por el hastío que le ha producido la gestión del
gobierno saliente. Lo de la ilusión queda limitado a esos partidos nuevos, que
nacen con una idea diferenciada –como por ejemplo es el caso actual de la UPyD,
de Rosa Díez-, a los que la sociedad sólo les concede un lugar testimonial.
Pero vuelvo a mi tema –como cada loco-, me
parece absolutamente necesario un cambio profundo en la letra y en el espíritu
de la Constitución y de la Ley Electoral, para que los partidos asuman que los
programas con los que se presentan a unas elecciones son auténticos “contratos”
que les comprometen con todos los ciudadanos; con los que les voten y con
quienes no lo hagan.
Hay que consagrar el mandato imperativo, a
no ser –como ya he dicho- que optemos por las listas abiertas, lo que me
recuerda al famoso Gundisalvo, de Mingote, que se presentaba a las elecciones
franquistas por el tercio familiar, con aquel maravilloso lema: Vote a
Gundisalvo; a Vd. qué más le da. Por cierto, con frecuencia esto mismo es
lo que interpreto de cuanto dicen y hacen los partidos mayoritarios
- No sabes cómo nos alegró la vida
Gundisalvo –medió Malospelos-; se hinchó a recibir votos, no sólo en las
elecciones a las cortes franquistas, sino también en las del 77. Pero entiendo
que ya has expuesto tus razones básicas de forma suficiente y, creo que debes
pasar a lo que tengas que proponer.
- Tienes razón- dije-, a ver si soy capaz
de hacerlo de forma sencilla y ordenada.
La pieza clave del sistema no es
otra que la elaboración rigurosa del programa electoral, y aquí no tengo mas
remedio que acordarme de Julio Anguita y su conocido: Programa, programa,
programa... ¿Qué a qué le llamo una elaboración rigurosa del programa?,
pues veréis:
·
En primer lugar, debería ser abordada por el
partido, recogiendo la opinión de la militancia, los simpatizantes y cuantos
ciudadanos quieran participar.
·
En segundo lugar, debería ser una tarea
continua, no esa que se realiza cada vez de forma más apresurada y coyuntural
cada cuatro años. Mirad, en las empresas dignas de ese nombre –no, los
negocietes, más o menos especulativos-, la planificación, en la que se revisan
objetivos y estrategias, es una tarea abierta, que se revisa cada año en lo
fundamental y de forma integral, cada cuatro o cinco años, según el sector.
· En tercer lugar, debería estar estructurada de
acuerdo con un índice que abarcara el conjunto de la sociedad. Esto es más o
menos lo que se hace habitualmente, pero merecería que se le diera una vuelta
de rosca. Es evidente que hay temas estructurales – economía, educación,
sanidad, defensa, energía, relaciones internacionales, etc.- y otros
coyunturales, que surgen y desaparecen de forma aleatoria, pero sobre los que
los ciudadanos necesitamos saber cuál es la posición de cada partido.
·
En cuarto lugar, como ya he dicho, no pasaría
nada porque los partidos estuvieran pulsando en continuo la opinión popular,
por ejemplo utilizando los potentes medios informáticos disponibles. Sí, ya se
que esto no llega a toda la población, pero no me negaréis que con ello podrían
ir formando opinión, para plasmarla en el programa, que sería comunicado a toda
la población, en su momento, por lo medios habituales –correo, prensa,
televisión, etc-.
·
En quinto lugar, y esto es lo realmente
importante y diferenciador con respecto a la práctica actual, los partidos –y
los votantes-, deben ser conscientes de que aquello que terminen recogiendo, sobre
cada tema, en su Programa Electoral –con mayúsculas- son cláusulas de su
contrato con la sociedad, que les obliga, individual y colectivamente, durante
la próxima legislatura, salvo causas de fuerza mayor, que todo el mundo pueda
entender sin necesidad de explicarlo, en general debido a cambios drásticos de
la realidad propia o del entorno.
- Bueno –dijo Malospelos-, ya has hecho
trabajar a los partidos; cada uno tiene su programa trabajado y compartido con
los ciudadanos y estos han elegido lo que más les ha gustado... ¿y ahora qué?
¿cómo sigue la historieta? ¿cuáles son los cambios?
- Pues muy sencillo –contesté-, la
historieta continúa siendo consecuentes con el marco creado: los partidos, a
cumplir su contrato y los ciudadanos, a exigirlo. La primera consecuencia, es
que se han acabado las negociaciones, los pactos, la compra-venta de votos y
demás chalaneos que acompañan indefectiblemente las actuales elecciones. En
este nuevo marco, ni son necesarios, ni tendrían sentido los llamados “pactos
parlamentarios” para obtener una mayoría “cómoda”.
Los pactos entre partidos sólo podrían
cerrarse antes de las elecciones:
aquellos partidos que, conociendo los programas del resto, encontraran amplias
coincidencias con otros, podrían y deberían proponer la correspondiente
coalición, tras un Programa Común, que se ofrecería al electorado; pero los
pactos tras las elecciones serían un grave incumplimiento del contrato
establecido y, por ello, inadmisibles para el votante.
En el nuevo marco, el partido que haya conseguido
la mayoría simple de escaños –ya sea en el Parlamento, la comunidad autónoma o
el ayuntamiento- pasa a ser, directamente, el encargado de formar gobierno, sin
más trámite que charlar una rato con el Jefe del Estado (de momento el Rey)
como también deberían hacerlo el resto de cabezas de lista, charlas en las que
el Jefe del Estado sólo debe recodarles las reglas de juego y el compromiso de
cada uno con la sociedad, no sólo con los votantes propios.
Constituida la cámara correspondiente, con
la parafernalia que el rito exija, que sigue siendo importante, el partido
mayoritario forma su gobierno –que tal vez debería estar configurado en el
Programa-, y se pone a la tarea de gobernar y proponer medidas en el
parlamento.
Y es aquí donde viene lo mejor, ante cada
propuesta que formule el gobierno, el resto de los partidos no tiene más que
revisar lo que consta al respecto en su programa-contrato
y obrar en consecuencia: si lo que consta en su propio programa coincide con la
propuesta, se vota a favor; si es contrario a la propuesta, se vota en contra; si
no se había pronunciado al respecto y no hay nada en el ideario de lo que se
pueda deducir, inequívocamente, la postura a tomar, se abstiene. ¡Y todo ello,
sin mirar el color de quien propone, ni el de quien vota! ¡Sólo porque es lo
que dice el programa-contrato!
- ¡Toma castaña! –exclamó Benavides,
saliéndole una veta castiza que no le presuponía- ¡Te habrás quedado tan ancho
con la propuesta! ¡Como sean todas de esta guisa, nos lo vamos a pasar bomba!
- El tema tiene sus atractivos- dijo
Malospelos, indudablemente interesado- entiendo que esto también permitiría que
pudieran aprobarse iniciativas de otros grupos distintos del que esté en el
gobierno.
- Elemental, querido Malospelos –yo me
había venido arriba con la acogida-. Es evidente que cualquier partido,
conociendo los compromisos que los otros grupos hayan plasmado en sus
programas, puede identificar cuáles de sus propuestas van a alcanzar una
mayoría suficiente, e incluirlas en la dinámica parlamentaria. El gobierno de
turno no tendrá más remedio que ponerla en marcha, porque la propuesta estará
respaldada por una mayoría suficiente de la población a la que sirve.
- Bien –terció Benavides-, por seguirte el
juego: si los programas limitan los márgenes de maniobra y los diputados están
obligados por el mandato imperativo...bastaría con que trabajase la junta de
portavoces...
- Bueno, en puridad, sí. Pero lo cierto es
que todos los parlamentarios tendrían trabajo para dar y tomar, si se han
repartido las tareas internamente... como en parte hacen actualmente, pero de
forma más “profesional”, sin tener que dedicar la mayor parte de su tiempo y
esfuerzo a negociar con otros grupos su voto favorable a cada una de las
propuestas, a cambio de no se sabe qué contraprestaciones (lo de los grupos
autonómicos, ha sido sangrante).
Además, es lógico pensar que no todo lo que
se debata y proponga en una cámara habrá estado previsto y definido nítidamente
en el Programa-contrato. Necesariamente cada grupo deberá pronunciarse sobre
temas no explícitos en su Programa, para lo que deberá recurrir a su ideario
básico, que encabezará lógicamente el Programa, para encontrar una respuesta
sólida y coherente ante lo nuevo.
- Ahí está la cuestión –dijo Malospelos- a
los partidos les bastará con proponer unos programas ambiguos, que no les ate
las manos y les permita la negociación y lo que has llamado el chalaneo.
- Claro, ese es el peligro –dije-, pero
ante esa eventualidad, el ciudadano, el votante, tiene una opción: no darle su
confianza, no votarle.
- ¿Y entonces? –preguntó perplejo
Benavides- ¿Nos quedamos sin parlamento?.
- Eso lo abordaré otro día. ¿Qué os parece
mañana? – y al decirlo me acordaba de Sherezade-.
- Está bien, aquí estaremos dispuestos a
oír tu segunda entrega- dijo Benavides-. De momento, la primera ha tenido tela
y ha hecho tambalearse buena parte de los usos y costumbres actuales, empezando
por darle un buen tajo a la Constitución.
- Bueno, habría que cambiar más el espíritu
que la letra, pero sin duda lo primero sería abolir ese malhadado artículo
67.2, introduciendo una enmienda constitucional que, desde luego tendría un
nombre: La enmienda Tierno.